Do El Pais, por J. Á. VELA DEL CAMPO – Salzburgo – 10/08/2008
Desde su marcha de la Scala de Milán -“a la italiana”, según su definición-, Riccardo Muti se ha convertido en el director de orquesta más solicitado del planeta. Ha aceptado la titularidad de la Orquesta Sinfónica de Chicago a partir de 2010. Pero Muti, entretanto, es este verano el rey del Festival de Salzburgo, donde dirige nada menos que Otello, de Verdi, y La flauta mágica, además de los conciertos en homenaje a Karajan en el centenario de su nacimiento con el Réquiem alemán, de Brahms. Se hace acompañar por la Filarmónica de Viena, orquesta con la que lleva colaborando desde hace 38 años. En Salzburgo dirige también, hasta 2011, el festival de música barroca napolitana en primavera.
Muti recibe al entrevistador tocando al piano El carnaval de Viena, de Schumann. El primer tema que surge es el reciente fallecimiento de Rafael Nebot, director del teatro Pérez Galdós de Las Palmas, donde Muti dirigió hace unos meses una ópera de Cimarosa. “Rafael era un hombre extraordinario, vital, entusiasta y cultivado. Fue muy hermoso trabajar con él en Las Palmas con el proyecto napolitano”.
Pregunta. El festival napolitano es su niña bonita.
Respuesta. Supone un reencuentro con la infancia y juventud, con los años que era estudiante de piano en el Conservatorio de Nápoles. La biblioteca es un lugar mágico. Hay salas dedicadas a Pergolesi, Paisiello, Cimarosa, y en cada una están miles de manuscritos reposando, durmiendo. No es posible que la gloria de la música napolitana de los siglos XVII y XVIII se limitase a media docena de óperas. Hay que ir sacando a la luz esas obras. Salzburgo me ha dado, además de la oportunidad de esta recuperación, un regalo sentimental.
P. ¿Qué tiene de especial la música napolitana?
R. La ópera napolitana era entonces como el cine hoy. El público pedía cosas nuevas y los músicos escribían una ópera detrás de otra. No todas eran obras maestras, pero eran interesantes. En 2009 vamos a representar una ópera seria, Demofoonte, de Jommelli, con libreto de Metastasio. ¿Sabe usted que ese libreto ha sido puesto en música 83 veces? Es una coproducción con la Ópera de París, de Gérard Mortier.
P. ¿No eran Mortier y usted enemigos irreconciliables?
R. Gérard ha querido que dirija una ópera con él en Europa antes de marcharse a Nueva York. Tengo que reconocer que cuando se hizo cargo del Festival de Salzburgo, me ofreció que lo inaugurase con La clemencia de Tito, algo que le agradezco profundamente. Sin embargo, tuve problemas graves con el matrimonio Hermann, que se encargaba de la dirección de escena. Maestros como Mozart o Verdi tienen ya en su música implícita una realización escénica. Yo no pienso sólo en la música, sino también en cómo se visualiza, y aquella puesta en escena era para mí inaceptable. Tenía un discurso muy diferente al que yo sentía.
P. ¿Con qué puestas en escena se ha sentido usted más identificado?
R. Con Las bodas de Fígaro, Don Giovanni y Falstaff, de Strehler; con Macbeth, de Graham Vick, o con Parsifal, de Cesare Lievi.
P. Desde que se marchó de la Scala, parece que está mucho más sereno. Y el mundo musical se lo rifa.
R. He sido muy feliz los 19 años de la Scala, pero era necesario cerrar una etapa y volver a sentir la conciencia de libertad individual. Se han abierto para mí desde entonces nuevas perspectivas, nuevos sueños. Mi marcha fue, no sé cómo decirle, una “situación a la italiana”. No se puede explicar. Tiene condicionantes de todo tipo. Es muy complejo.
P. ¿Pero no supone una pérdida de esa libertad fichar ahora por la Sinfónica de Chicago?
R. Ha sido un golpe de seducción fulminante. No dirigía la Orquesta de Chicago desde hacía más de 30 años, cuando me invitaron a una gira con ellos. Mi relación americana ha sido fundamentalmente con la Orquesta de Filadelfia, incluso había dicho que no a una invitación para hacerme cargo de la Orquesta de Nueva York. Quería trabajar por libre en la última etapa de mi vida. Pero la gira con la de Chicago fue musical y humanamente decisiva. Después de ella recibí un paquete en mi casa con 67 cartas individuales de músicos que me agradecían la experiencia que habían vivido conmigo. Fue para mí un golpe emocional que me rompió todas las defensas.
P. Usted participa en los homenajes a Karajan en Viena y Salzburgo. ¿Qué es lo más valioso de su herencia artística?
R. Karajan es el director que más se ha preocupado de la exactitud y la belleza del fraseo. Nadie ha alcanzado la magia del sonido que él tenía, especialmente en su última etapa cuando estaba enfermo y tenía noción de la muerte. Yo procuro dirigir en los homenajes dos Réquiems tan opuestos como los de Verdi y Brahms. El primero es un grito de rebeldía y rabia ante el abandono de Dios al hombre; el segundo tiene un carácter de consolación, está pensado en los que sufren. Karajan los bordaba.
P. ¿Y Toscanini? Normalmente, se le asocia con él.
R. Antonino Votto, que era mi maestro, fue el primer colaborador de Toscanini en la Scala. Me contagió la admiración. Toscanini venía de un mundo donde no existía la tradición del sonido bello a lo Karajan. Se situaba delante de una sinfonía o de una ópera y las reproducía con una determinación y una fuerza dramática admirables. Sin perfumes, sin retóricas. Sus ejecuciones eran de una fidelidad absoluta, como una fotografía de las partituras. Su técnica la aprendió de Nikisch. Toscanini siempre será moderno. Jamás envejecerá.
P. ¿Cuál es el secreto de Riccardo Muti dirigiendo, de dónde le viene esa energía que transmite?
R. Toscanini se lo decía a Votto, y éste a mí: “Los brazos del director de orquesta son la extensión de la mente”. Las ideas musicales las transmito en los ensayos. En el concierto, todo debe ser lo más claro posible. El brazo es un medio y no un fin. Tiene un elemento de atracción, pero huyo de los gestos pirotécnicos. Los brazos y las miradas comunican la energía del alma. Dirigir una orquesta es un ejercicio mucho más espiritual que físico.
PQP